jueves, 30 de diciembre de 2010

El bien jurídico a proteger.

Existen en nuestra sociedad graves problemas que precisan de una atención de la colectividad. Los poderes públicos se afanan en proponer soluciones, en legislar y hacer cumplir lo dispuesto. Ayudas, subvenciones, programas de apoyo, normas, disposiciones: contra el maltrato, la drogadicción, el alcoholismo, los abusos sexuales,  la ludopatía, la anorexia, el tabaquismo, la marginación, la pobreza, las enfermedades mentales, la fibromialgia....Lo primero es detectar el problema, identificarlo y convenir en que su existencia supone un mal que es preciso combatir. Al individuo afectado le cabe tomar conciencia que el mal le concierne, que es un alcohólico por ejemplo y que debe superar su adicción, que los golpes como fórmula de convencimiento o dominio y las vejaciones en el seno de la pareja no entran en la normalidad, que hay que asumir el maltrato para erradicarlo. Tales escenarios responden teleologicamente a un acuerdo social de repudio a conductas que son reprochables por las consecuencias que generan. En el caso de las enfermedades el combate parece justificado por una cuestión de supervivencia, solidaridad entre humanos iguales. Las conductas que atentan contra lo más fundamental, los bienes más preciosos como  la vida, la integridad física, la libertad, la propiedad, han evolucionando en el curso de la civilización pero algunas aparecen intrínsecas a la naturaleza humana desde que el hombre se reconoce como tal y su pertenencia a un grupo en el que convive. Y establece normas. El no matarás, el no robarás bíblicos no son sino reglas de un derecho natural que durante generaciones se han ido depurando en protección de esa convivencia que dota de estabilidad y seguridad a todo grupo humano. En el vértice del conjunto de normas protectoras se encuentra el derecho penal, sancionador último de las conductas que agreden esos valores elementales e irrenunciables y su consecuencial es la pena que reprime la violación del tabú tribal.
Si un individuo agrede un bien que la sociedad entiende como merecedor de protección, por su valor, es objeto de represión y castigo en su doble función de preservación y de elemento ejemplificador y más aún, constitucionalmente con un objetivo rehabilitador y de reinserción. Me pregunto si las relaciones familiares, el vínculo natural entre miembros de una misma estirpe es un bien que precisa de protección y si los ataques y agresiones al lazo que une a padres e hijos merecen el reproche y la reprobación social y más aún, la penal. Para ello debemos poner en valor esas relaciones, fundamentar si el también precepto bíblico de que honrarás a tu padre y a tu madre tiene la misma consideración capital y resulta básico para el buen orden de la sociedad en la que vivimos.  La respuesta negativa conlleva la demolición de pilares primordiales en los que nos desenvolvemos desde niños, una revolución ya intentada de apartar a los progenitores de sus crías que deben pasar a la tutela de otra organización, estado, consejo u otra institución  pues por su inmadurez precisan de un sustento primario y de un aprendizaje para culminar su desarrollo individual. La respuesta afirmativa reconoce unos derechos fundamentales y mínimos, entre ellos la de que los menores permanezcan bajo el cuidado de sus progenitores y gocen de su compañía, beneficiándose de tal relación. Y hemos de convenir que los vínculos de las crías con sus progenitores son independientes de los vínculos entre éstos, que de existir, no pueden prevalecer los unos sobre los otros  ni suprimirlos en detrimento de alguno de ellos.  Todo parece responder a un orden natural que la norma debe proteger y que el sentido mayoritario asiente sin mayores controversias. ¿Qué sucede entonces cuando se subvierten esas relaciones paterno-filiales? ¿Quién es el garante último al que el individuo puede acudir cuando se agrede esa relación natural?  Damos por supuesto que el Estado debe dotarse de mecanismos para hacer cumplir los derechos fundamentales y con instrumentos coactivos que superen al individuo al que se le ha desposeído de tal posibilidad en aras de un orden y paz social. Sin embargo tales mecanismos no operan en nuestro vértice punitivo, en la represión última, y por ello objeto de las mayores cautelas y prudencia, de la norma penal. Existe en España una violación palmaria, flagrante, injusta, clamorosa y cotidiana  de los derechos fundamentales en las relaciones paterno-filiales ante la que el estado de derecho se ha desentendido, condenando al olvido a aquellos miembros de la sociedad atrapados en la red de su trasgresión, desatendiendo el derecho fundamental de los menores y premiando con la más vergonzosa impunidad a quienes ejercen un abuso sobre la infancia y la juventud de sus propios hijos. La defensa de un bien jurídico protegido requiere de instrumentos normativos revestidos de ejemplaridad y coerción por parte del Estado para garantizar su ejercicio. La violación del derecho natural de un hijo a tener padre y madre y de éstos a relacionarse con ellos no puede combatirse con el silencio normativo ni atribuyendo a quien lo reivindica el repudio social. La entrega del menor en caso de ruptura de la pareja procreadora y cuidadora  a uno de los progenitores por parte del Estado, que se arroga tal potestad,  debe contar con las precisas garantías de que que su guarda no va a ser utilizada para impedir un derecho fundamental y básico. Están en juego, nada menos, que los derechos de niños y progenitores a beneficiarse de su mutuo crecimiento, afectividad, desarrollo equilibrado y formación, que de ser negados por la vía de hecho, les coloca en un plano de discriminación con el resto de iguales. ¿Es que acaso alguien puede negar que conductas de apartamiento radicales entre progenitores e hijos se llevan a cabo de manera impune por quien ejerce la guarda?  ¿Es incierto que excelentes padres y madres se ven privados de relacionarse de manera sana con sus hijos cuando el otro progenitor adopta una estrategia consciente para impedirlo?  Los jueces, aún presenciando tales desmanes, aún quedando acreditados incumplimientos reiterados y contumaces, asistiendo a la violación sistemática de derechos fundamentales, aún en el caso de no quedar deslumbrados ante semejante crimen, aún con la convicción de atajar abusos groseros de exclusión, aún contando con la voluntad no siempre presente de impedirlo, carecen de norma punitiva a la que asirse. El complemento perfecto para gratificar con la impunidad es la dilación del proceso que abre una zanja de tiempo insalvable en la que quedan sumidas sus víctimas de manera implacable.
Objetivamente, la relación familiar, el bien jurídico merecedor de protección, cuenta en nuestras normas penales con el paupérrimo instrumento menor de la falta. Las armas últimas del Estado para garantizar que no se violarán derechos fundamentales que han sido suscritos con rango internacional se asemejan más a una disculpa procedimental, una excusa formal, tal que si el derecho a la vida y la sanción al homicida se resolviera con una reprimenda pública, una multa liviana y vete a casa, que ya es suficiente.
Legislaciones de países de nuestro entorno se han dotado de normativa penal para proteger el derecho a las relaciones paterno-filiales, sanciones que con las debidas garantías ponen coto a las odiosas interferencias parentales que nunca suponen un bien para la infancia sino un grave perjuicio. Es precisa una reflexión en nuestra sociedad y una toma de ejemplo. No podemos permitirnos, también en esto, ser el furgón de cola en la protección de una generación que tarde o temprano pedirá cuentas y reclamará intereses por tanta dejación. Resulta imprescindible, también aquí, levantar el velo a tanta hipocresía en el ámbito de la familia truncada, dirigir el dedo acusador frente a tanto progenitor abusivo que malogra la infancia de sus propios hijos, sirviéndose de ellos para sus propios fines y en su perjuicio. Quien así actúa es un delincuente y como tal debe ser tratado.

Dedicado a Lina y a tantos padres y madres que seguro suscriben lo escrito.

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