sábado, 8 de enero de 2011

L'uomo delinquente.

Hace muchos años, cuando la carrera de derecho se estudiaba por asignaturas, cuando no existían los créditos y las opcionales se contaban con los dedos de la mano, el segundo curso abría las puertas a la apasionante parcela del derecho penal. Atrás quedaban el derecho romano, el derecho natural, la historia del derecho. Y en la parte general, la criminología y su fundador, el autor del tratado que titula esta entrada, Cesare Lombroso. Ya tengo muchos años y la teoría del delincuente nato, la afirmación que el criminal puede ser delatado por su fisonomía, por sus rasgos antropológicos, flotaba en el recuerdo remoto de horas de estudio y como una cuestión ya superada en la ciencia penal. De hecho, la última ocasión que recordé a Lombroso fue leyendo a Vargas Llosa y un personaje de su novela La Guerra del Fin del Mundo, el pelirrojo escocés que palpaba los cráneos de los habitantes del sertón brasileño en pos de la confirmación de que la verdad se encuentra en la morfología atávica de la foseta situada en la zona occipital media de la calavera. El ambiente desquiciado de Canudos, el Macondo mágico made in Vargas Llosa, mejor que el original de García Márquez, resulta de la más rabiosa actualidad, pasando por la pre-determinación delictiva del guaperas Tom Cruise con los glóbulos oculares nipones trasplantados en Minority Report. Y todo a cuenta de la traslación lombrosiana en el subconsciente de nuestros legisladores: l’uomo delinquente, el destino alienador por la degeneración hereditaria de la caprichosa combinación de cromosomas que nos hace nacer mujer o varón y en tal caso, indefectiblemente, uomo, sí, pero también delinquente. No hay elección, es un sino inexorable. Lombroso añadió en las últimas ediciones de su tratado, resultaban insoportables las críticas, el factor social como coadyuvante a la ancestral llamada al delito del genéticamente destinado. Como en un bucle temporal aquella incursión decimonónica y precursora a la pregunta de si el delincuente nace o se hace ha cristalizado de modo nítido en nuestra legislación y en el espíritu que la impregna: nace, si es varón y se dan las circunstancias.
La impregnación resulta tan densa, si Carnelutti y Chiovenda levantaran la cabeza, que la predeterminación lombrosiana actualizada confunde con sesgo progresista y postmoderno la norma penal y sus consecuencias con la de carácter civil, contaminando las fuentes del derecho de familia hasta reducirlo a un erial ideológico al servicio de la intransigencia de un feminismo tuitivo y por ello repugnante. El precepto constitucional que propugna como valores superiores del  ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad, para luego continuar proclamando que los españoles son iguales ante la Ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento o sexo, ha sido derogado de hecho por los holligans de Lombroso, los mismos que han despojado al hombre, por serlo y además padre, de las garantías a la intimidad familiar y las relaciones paterno-filiales, que han suprimido sin sonrojarse la presunción de inocencia y para quienes la tutela judicial efectiva y la prohibición de que la Administración Civil pueda imponer sanciones que de manera directa o subsidiaria impliquen privación de libertad resultan anacronismos caducos que merecen ser superados.

Sin adornos, en nuestro país sólo gozan del derecho de visita los presos y los padres separados, tras una sentencia de divorcio que de manera civil les cercena en sus relaciones familiares y supone en la mayoría de casos una sanción privativa de libertad y restrictiva de un derecho fundamental, coartándolo  de manera directa y no subsidiaria. La intervención o sanción civil puede llegar al punto de someter al padre a una situación de libertad vigilada y tutelada en centros alegales donde es objeto de observación y examen en sus habilidades y aptitudes parentales. Previamente habrá sido carne del análisis parajudicial de organismos fantasmagóricos que en el más kafkiano procedimiento sin garantías le etiquetarán y clasificarán en una suerte de tría al matadero de la indefensión. Les llaman psicosociales y su nombre, de reminiscencia fascista, no es una casualidad.

Sin ambages, la criminalización del hombre llega a su paroxismo al penalizarle preventivamente si se le acusa, agravando la sanción por causa de sexo en aras de evitar una desigualdad que de manera intrínseca vulnera el principio que pretende proteger. No es tan sólo la consagración del tipo delictivo de autor, es determinismo lombrosiano en estado puro. Descartada la presunción de inocencia el imputado verá restringidos, cuando no laminados, sus contactos familiares, sometido, sin evidencias ni elementos probatorios, a órdenes de alejamiento y otras medidas severas que en el proceso penal ordinario no son aplicables. La manipulación de sus hijos, si se produce y el incauto varón se atreve a denunciarla, si el proceso de ruptura paterno-filial es causado  en un campo abonado al premio y a la impunidad de quien tuerce las relaciones naturales e infunde un daño irreparable en el desarrollo psico-afectivo de los menores, tendrá como consecuencia el escarnio de encuadrarlo en la tipología del maltrato, sin importar que sea el más pacífico de los ciudadanos. Con mala suerte o con la voluntad delictiva de la falsa denuncia, verá encajada en sus sesos una bala de plata que entierre para siempre su estrenada condición de licántropo, es en lo que en suma se había convertido,  dejando huérfanos en vida a los hijos que le llegarán a denostar, tal es su horrendo crimen.  Con una diferencia, al padre canalla sus hijos le llevan tabaco a la cárcel (de los pocos ámbitos donde se permite fumar todavía) y al padre alienado se le echa el humo del desprecio en el limbo donde purga su pena sin el consuelo de la rehabilitación.

Son hechos, el varón, por serlo, si es padre y recae sentencia civil teñida de penalidad sin garantías y tal que condena perpetua, será vetado de información sobre sus hijos, carecerá del poder de elegir su formación y centro educativo,  le será vedado conocer su estado de salud y adoptar cualquier decisión que les afecte. En muchos casos será impedido de quererles, de educarles, será condenado al ostracismo periférico de cajero automático y será instruido sobre qué lugares frecuentar  y qué  modo de vida ha de adoptar con ellos. Todo esto no es una restricción a la libertad. La condena civil-penal incluye la sanción de prescindir de su patrimonio y conlleva la administración forzosa a término incierto de sus ingresos por el cónyuge favorecido por el pack de su hogar y la custodia, ámbitos de los que se será desahuciado, se verá convertido en un inhabilitado por la prodigalidad que hizo gala en atender a su familia constante matrimonio, incapaz al que se le impide solicitar  la rendición de cuentas de su propio peculio frente a quien lo gestiona de manera libérrima y sin control.
Mentes preclaras como Orwell o Huxley no hubieran imaginado este mundo feliz, así que, mejor, vamos a dejarnos de tonterías garantistas y promulguemos una norma que compendie lo penal y lo civil en concordancia a la realidad, el tipo delictivo definitivo que no precise de interpretaciones. Hay que dotarse de un cheque en blanco a cargo del banco de la Democracia, fuera hipocresías y que antes de tener un hijo el varón sepa con claridad a qué atenerse. No hay obstáculos, el Tribunal Constitucional lo aguanta todo.  Castiguemos al uomo delinquente que es el padre divorciado, que su crimen no quede impune por descuido u omisión, no sea caso que alguno escape de la hoguera infamante y se dedique a propagar esa peligrosísima conducta que es pensar en libertad y reivindicar el amor a sus hijos.

Dedicado al Magistrado Don Francisco Serrano, una voz valiente en el erial de la ideología. Y sin perjuicio de las mujeres que quiero y respeto, casi todas las que conozco. 

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